Justo se me ocurrió la poco feliz idea de comenzar el entrenamiento oficial un domingo, día tan cargado de significado. En mi temprana infancia era el difícil día de la misa, los canelones caseros y la lenta agonía previa al lunes de colegio. Ya en mi adolescencia me libré de la misa, pero no de la angustia, sobre todo cuando Boca perdía. De casado, eran las deliciosas mañanas de leer el diario hasta tarde, con medialunas en la cama. Eso también se perdió con la llegada de las niñas y, más aún, aquí en San Martín de los Andes, en donde los diarios que solíamos leer llegan a las tres de la tarde. Tuve épocas, es cierto, de utilizar el domingo para la actividad física, preponderantemente recreativa. Por insólito que parezca durante años jugué al básquet los domingos a la mañana en equipos mixtos en el gimnasio de la Goethe-Schule de la horqueta, trasnochados todos por aquellos sábados de gloria. En Caracas, durante un tiempo salimos a bicicletear por la cota mil con amigos poco deportistas pero muy divertidos. Nunca antes había utilizado el domingo para una jornada de entrenamiento. Ayer, no me quedó más remedio: 1 hora de bicicleta (fija).
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