Me encuentro, definitivamente y de lleno, en la segunda etapa del entrenamiento. Y es mucho más difícil que la primera, que estuvo repleta de entusiasmo, superaciones y apoyo. Mi cuerpo lo sabe. Ahora él me exige continuidad, constancia. Por diversas razones ni lunes ni jueves de esta semana entrené, y ayer me lo reclamó. Ni bien empecé a correr sentí un intenso dolor en las pantorrilas, sobre todo la izquierda. Me había propuesto hacer el recorrido de los miradores de la Rosales sin caminar en ningún tramo, cosa que no es fácil. Correr no es lo mismo que trepar, y placer no es lo mismo que dolor. Dos obviedades. Como que trepar corriendo produce dolor. Esto lo saben, sobre todo, los que vinieron de la llanura a correr la North Face. Y tuvieron que caminar gran parte del recorrido, como yo. Si uno sigue corriendo en las pendientes, las palpitaciones se hacen inmensas, el corazón pareciera querer estallar, la cara se pone roja, se transpira desmedidamente, las piernas duelen y uno siente que no va a poder resistir ni un paso más. En diez metros de trepada uno se cansa más que en dos kilómetros de planicie. Ayer, para colmo, las piernas me dolían de antemano, cosa que no hizo más que agravar la situación. Sin embargo, con pasos cortos y seguidos, logré trotar todos los trechos en los que en la carrera había caminado. Tomando clara conciencia de la debilidad de mis piernas, por supuesto. En el recorrido no queda ni una sola de las marcas que la organización pusiera para guiarnos y -por supuesto- me perdí. De un momento a otro desapareció el sendero y tuve que dejar de correr. Caminé, intenté orientarme, seguir algún rastro. Es fuerte la sensación de estar perdido. Segui, una vez más, el consejo de mi sabio entrenador: volver hacia atrás hasta encontrar el último lugar reconocible. Y apareció la senda. El último mirador bañado de sol pidió una pausa, con una respiración profunda, para contemplar el paisaje. El día de la carrera pasamos por ahí volados y con lluvia. Terminé la vuelta corriendo lento -con un dolor permanente- y bastante preocupado. Hasta que apareció, como siempre, el cordón chapelco. Nuevamente sin nieve y ahora totalmente colorado. Sus laderas teñidas de un rojo otoñal me devolvieron la alegría de estar en la ruta, corriendo. Que no es, ni nunca será, lo mismo que trepar...
Encaro esta nueva semana revitalizado por la reaparición del Archi que, en una comunicación por videollamada, celebró con risotadas la descontinuidad del entrenamiento en la última semana. En un acto de desesperación utilizó en su reciente comentario una estrategia que huele a último recurso: convocar a mi madre para que se oponga al desafío. En efecto es la primera interesada en que no corra el Tetra porque, según ella, soy chiquito y no estoy preparado. Querida Madre, debo enfrentar mi destino. Para eso me estoy entrenando física, mental y espiritualmente. Ineludible, pronto llegará la hora. Y treparé con dolor. Así lo ha querido el Señor.
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