Ayer me desperté con la firme convicción de llegar a la base del Cerro Chapelco en bicicleta. El día prometía un intenso frío bañado de sol. Sin pensarlo dos veces y con el ánimo correcto me vestí y salí. Pasé por lo del entrenador para verificar el aire de las cubiertas. Encaré la travesía con el objetivo de llegar en menos de la hora diez. Alcancé el hotel sol en 8 min. El desvío para el cerro en 15. Pero justo antes de llegar al paraje Payla Menuko empiezo a sentir un ruido raro en la rueda delantera. Era como si una rama se enganchara y la fuera frenando. Decidí hacer caso omiso al desperfecto y seguir pedaleando. Crucé el punte blanco unos segundo antes de los 30 min. La siguiente trepada se me hizo pesada, pensaba yo que por el cansancio. Pero el ruido comenzó a incrementarse. En cada pedaleada pensaba en el esfuerzo extra que estaba haciendo por llevar la rueda frenada. Pero no podía parar, no quería parar. Si la cosa se complica abandonar no es una opción, pensaba. Y entonces la cosa se puso áspera. Un esfuerzo desmedido. Frené, di vuelta la bici e hice girar la rueda: bailaba para todos lados y se frenaba en cada revolución. La masa estaba deshecha. Fue cuando recordé las sabias palabras de mi entrenador alertándome sobre el peligro de descender con la masa delantera rota. Levanté la vista angustiado por la certeza del nuevo fracaso y vi el Lanin. Supe que estaba alto. Supe que la vida es misteriosa. Supe que nada se puede hacer frente a la fatalidad o el destino. Chapelco se me negaba una vez más. ¿Qué lectura hacer de lo evidente?¿Por que la montaña no me permite alcanzarla?¿Siginifica esto que estoy intentando lo imposible?¿Será que debo, como tan insistentemente repite el archi, bajarme y tomar otro camino?
Desalentado y triste comencé una bajada lenta, prudente. Me sirvió para adentrarme en el paisaje y en mis propios pensamientos. Cada metro en el que la altura disminuía ocurría otro tanto con mi estado anímico. Cuán amargo es el sabor de la derrota, cuán ruin se siente uno frente al fracaso. Merecido sería que se trabara la rueda y me dira un hostiazo. ¿A quién quiero engañar?, me preguntaba. Más de tres meses de entrenamiento y todavía no puedo llegar al cerro. Por favor... y entonces dos ciclistas se aproximan, a un ritmo de otro mundo. Son ellos: Tomás e Ivan. Se paran, les muestro la rueda, me tranquilizan. "No vayas al cerro", me dice Tomás con su alegría característica, "la próxima vez que estés por llegar, volvéte. Es tu cábala". Intercambiamos algunas palabras más sobre bicicletas, kayaks y horarios de entrenamiento y los ví partir hacia arriba, como si nada. "Bajá con cuidado".
Mi ánimo ya era otro. Obsesionarse con llegar al cerro no tiene sentido. Hay cientos de circuitos posibles, y casa ciclista tiene su predilecto. La mañana había sido, después de todo, muy provechosa. Dos horas pedaleando, el esfuerzo extra de una rueda frenada sumaba dificultad, la belleza del paisaje frío y distante seguramente fortalecieron mi carácter.
La bici quedó en lo de Papichulo para un nuevo cambio de masa (¡va a quedar como nueva, Mosca!). Al terminar el día la enseñanza extraida de esta señal reiterada se me hizo clara, evidente. Y dormí tranquilo.
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Dejala nomas en lo de papichulo, que yo me ocupo
ResponderEliminarYa lo dice el dicho "camisa corta no tapa el bicho" ojo, si el enemigo dice deja que yo me ocupo....llevala a HG!
ResponderEliminarMr. T.
Se ve que se estan asustando, llego la lluvia y el frio
ResponderEliminarse viene la noche
a entrenar el paladar y las mandibulas
calentitos en casa