Ayer salí del lago, subí el bote al auto y arranqué, dejando olvidada en la vereda la pala que me prestó mi amigo Tomás Gutierrez.
Este hecho irreversible me tiene sumamente angustiado. En principio porque habla de mi completa irresponsabilidad. Toda mi vida tuve problemas en mi relación con los objetos. He perdido todo tipo de cosas, desde guantes, gorros y camperas hasta mochilas, pelotas (la más grave, una Tango nueva de mi hermano el Yeti olvidada, como la pala de Tomás, en la calle) billeteras y llaveros. Ya hablé con Tomás y le pedí las diculpas correspondientes. Con su nobleza habitual intentó en vano sacarme de encima todo peso y toda culpa. En la pala estaban, además, los mitones que me regalaron las chicas para el día del padre. Sé que hay cosas peores, que el hecho no es tan grave, que las pérdidas materiales no son dramáticas, que todo se puede recuperar. Pero este sentimiento tan desagradable influye profundamente en mi estado de ánimo, del que justamente estábamos hablando en la entrada anterior.
No se cuánta gente lee este blog. Para aquellos que lo hacen les pido hagan correr la voz sobre este infortunado evento con la esperanza de que alguien haya recogido la pala y tenga la intención de devolverla. Las palas son amarillas y el mango negro, y los mitones que tiene agarrados son rojos. Tiene inscripto el nombre "Tomás Gutierrez" en marcador indeleble negro en una de las palas. Sería fantástico poder recuperarla, esperanza que no pierdo del todo. De repente, un pueblo que consideraba chico se me hizo enorme. Cualquiera pudo haber encontrado la pala ¿en dónde estará en este momento?¿Quién la tendrá?
No puedo asegurarles cómo sigue la cosa. Me he dado cuenta que son demasiadas "cosas" las que hacen falta para correr el Tetra, y acceder a ellas ha significado toda una preocupación. Primero conseguir la indumentaria para correr: zapatillas, calzas, remera, buff, rompevientos, etc. Luego todo lo necesario para andar en bici, comenzando por la bicicleta. Cómo saben pude iniciar esta etapa del entrenamiento gracias al Mosca, que me prestó bicicleta, calzas de ciclista, remera de ciclista y el casco. El tano me regaló los anteojos (que no encuentro) y mi entrenador los guantes y la caramagnola. El tema del Kayak fue igual de complicado. Increíblemente mi entrenador me presta el bote, Tomás la pala y el cubre cockpit, el Mosca el chaleco salva vidas y las chicas me regalan el chaleco de neoprene y los mitones. Finalmente el equipo completo. Y empecé a preocuparme por los equipos de esqui. El ruso Alexei, instructor de esqui del cerro al que no conozco personalmente, me ofreció prestarme los equipos de ski (tablas, botas y bastones) para entrenar y correr el Tetra. ¡Increible! Sin todos estos gestos de amistad me hubiera sido imposible el entrenamiento. Gracias a todos estos gestos de amistad es que dejo todo cada vez que salgo a entrenar. Porque es mucha la gente que me ha apoyado y alentado en esta locura de correr el Tetratlon Chapelco.Y yo cometo el imperdonable error de dejar olvidada la pala en la vereda. Una pala que no es mía. ¿Cómo pudo suceder? Y entonces ese deseo de que el tiempo retroceda, volver a salir del lago y, antes de cargar el bote, meter la pala adentro del auto, con la plena conciencia de que no es mía y que no me puedo dar el lujo de dejarla olvidada...
En cuanto pueda le repondré la pala a Tomás. Y respiraré aliviado cuando devuelva cada una de las cosas que con tanto cariño me han prestado. Tendré que concentrarme al máximo para que esto no me vuelva a ocurrir y reevaluaré mi relación con las "cosas". En este momento no puedo dormir, estoy insomne y me pregunto si estuvo bien embarcarme en esto. No sabía, en realidad, todo lo que hacía falta. De haberlo sabido daba un paso al costado antes de empezar. Eso sucede cuando uno, quizás irresponsablemente, suelta frases como la de "Quiero correr el Tetra". Lo peor es que ayer había sido un excelente día de entrenamiento, en doble turno: correr y remar. Pero, sinceramente, no creo poder hablar de eso en este momento...
Tomás, mil disculpas.
sábado, 31 de julio de 2010
viernes, 30 de julio de 2010
Un cierto estado de ánimo
En eso consiste correr el Tetra, cada vez estoy más convencido. Muy cerca de la fecha y con varios meses de entrenamiento encima no encuentro en la parte física los cambios más importantes. En los tiempos que corren la fuerza y el estado físico no son vitales para nuestra sobrevivencia . No noto, en lo cotidiano, un cambio sustancial por el hecho de tener más aire y un poco más de fuerza en las piernas. Muy por el contrario, en los momentos en los que adquirí el ánimo correcto, mi manera de ver el mundo sufrió cambios insospechables. De hecho, lo que me preocupa luego de estos días de vacaciones no es el estado físico sino el estado anímico. Estado que de ninguna manera se adquiere con frases positivas o pensamientos motivadores. El estado de ánimo correcto se adquiere entrenando: corriendo, remando, andando en bici y, supongo, esquiando. Lo que se transforma con la actividad física no sólo es el cuerpo, te cambia la cabeza. Y puedo decir que he encontrado en este cierto estado de ánimo en el que consiste correr el Tetra un fuente clara de felicidad. Indudablemente el más sorpresivo y valioso hallazgo de toda esta locura.
Por otro lado, desde ayer que está nevando. Y sin el ánimo correcto (dejado atrás en las notables calles de Buenos Aires) salir a entrenar se me hace de lo más absurdo. Ayer fue gimnasio y fútbol suave. Hoy toca correr y andar en Kayak. Siempre que me adelanto a lo que debo hacer suelo no cumplirlo. Espero que hoy no ocurra esto. Veo nevar por mi ventana y sólo espero recuperar lo que he perdido. Porque, repito, no cabe duda: correr el tetra es un cierto estado de ánimo.
Por otro lado, desde ayer que está nevando. Y sin el ánimo correcto (dejado atrás en las notables calles de Buenos Aires) salir a entrenar se me hace de lo más absurdo. Ayer fue gimnasio y fútbol suave. Hoy toca correr y andar en Kayak. Siempre que me adelanto a lo que debo hacer suelo no cumplirlo. Espero que hoy no ocurra esto. Veo nevar por mi ventana y sólo espero recuperar lo que he perdido. Porque, repito, no cabe duda: correr el tetra es un cierto estado de ánimo.
jueves, 29 de julio de 2010
La recta final
El martes llegamos a San Martín de los Andes. Y el miércoles mi entrenador me mandó hasta la entrada al cerro por la ruta. Tardé dos horas y media desde que salí de casa hasta que volví. La pasé a buscar a Guada y fuimos juntos. La participante femenina de "Sí mi amor" está muy fuerte. Me costó seguirla. Llegamos con una nevisca suave, y bajamos con todo. Al dejarla frente a la Abuela Ana estaba bastante entero, pero la subida por la Perito Moreno me mató. Segui a rastras y las primeras dos curvas de los caracoles del Lolog me terminaron de aniquilar. La pasé mal. Sentí por primera vez el estado de extenuación. Me quedé sin energía. Me saqué el buff y los guantes porque estaba como acalorado, cerca del desmayo. Frené, respiré y tomé agua de la caramagnola (supe que se escribe así porque en pippo aparece en el menú describiendo la botellita redonda del vino San Felipe). Me volví a subir, en parte recuperado, hasta el comienzo de la subida de Sinclair. Luego de los primeros metros, más allá de mi fuerza de voluntad, el cuerpo no me daba para más. Me bajé y subí caminando con la bici a cuestas.
Tal es el resultado de 18 días de vacaciones en Buenos Aires. Justo en este momento. Fueron muchas las cosas que viví y que aprendí, y ahora tengo que concentrarme en esto. Correr el Tetratlón Chapelco no es poco. En mis días de entrenamiento en la capital supe lo afortunado que soy de estar preparándome para este desafío aquí en la montaña. De hecho, siento que estoy corriendo el Tetra desde que empecé a entrenar. Por el entorno, por los paisajes, por todo.
Quedan apenas 28 días.
Estamos de vuelta.
Tal es el resultado de 18 días de vacaciones en Buenos Aires. Justo en este momento. Fueron muchas las cosas que viví y que aprendí, y ahora tengo que concentrarme en esto. Correr el Tetratlón Chapelco no es poco. En mis días de entrenamiento en la capital supe lo afortunado que soy de estar preparándome para este desafío aquí en la montaña. De hecho, siento que estoy corriendo el Tetra desde que empecé a entrenar. Por el entorno, por los paisajes, por todo.
Quedan apenas 28 días.
Estamos de vuelta.
sábado, 24 de julio de 2010
De lo que vi y oí en la Santa María de los Buenos Ayres
Está llegando a su fin un viaje tan interesante como inoportuno. Si ésta fuera una crónica de lugares y vivencias sería mucho lo que podría escribir. Todos saben que se limita a mi entrenamiento. Y entonces la cosa se acorta. Lamentablemente.
El viernes 9 y el sábado 10 me la pasé viajando. Recién el domingo 11, temprano, pude salir a correr. El día amaneció pesado y con lluvia y el lugar obligado para entrenar era la famosa vuelta al hipódromo de San Isidro. Tres cuadras separan la casa de mi madre de un lugar que me trajo muchos recuerdos. Corrí pensando en ellos. Pasé frente a los bomberos, en cuyo sótano se encuentra el Gimnasio de Cuki (¿o será Cookie?), lugar en donde pasé dos meses haciendo fierros, alentado por mi hermano el Yeti, que levantó pesas por más de dos años. La lluvía era tenue, me faltó el aire. Pasé calor. Por ser domingo la avenida Unidad Nacional estaba cerrada aunque prácticamente desierta. Supuse que la planicie me ayudaría y que correría a un muy buen ritmo. No fue así. Di la vuelta (supongo que unos 5 km,) en un poco más de 31 min. Y me volví a lo de mi vieja, en donde me esperaban para ir a almorzar a lo de mi hermano Quintus. Máximo aliado del Archienemigo, despejó sus dudas sobre el Tetra y mi participación en él. Me preguntó si este blog era totalmente ficticio o sólo en parte. Puso cara de sospecha cuando le confirmé que es estrictamente cierto todo lo que escribo. Y entonces me sirvió la cuarta copa de vino.
El lunes fue el día de arribo al departamento del Archi en Caballito. Para mi sorpresa el lugar parecía especialmente diseñado para un atleta de alta competencia. En la heladera sólo dos botellas de agua y en la segunda planta un gimnasio bien equipado. Sonreí y me emocioné. Un lindo gesto, pensé. Pero entre una cosa y otra enseguida se hizo la hora de ir a Ezeiza a buscar a la familia por lo que no entrené, pero tampoco me preocupó en demasía.
El martes hubo que pasear por Buenos Aires. Una ciudad en la que me siento a gusto. Aproveché la cercanía y llevé a mi hija Malena a que conociera la facultad en la que estudié, ubicada en Puan 440. Más allá de confirmar la innegable fealdad del edificio (Male estaba horrorizada) fue para mí todo un impacto. Fue entonces, pienso, cuando comenzó toda una serie de reflexiones que seguramente incidieron en mi entrenamiento ulterior. El día se fue inadvertidamente, y empecé a preocuparme.
El miercoles me levanté, desayuné y salí a correr. Había visto en el mapa que a pocas cuadras se encontraba el Parque Chacabuco, lugar al que me dirigí con bastante cautela. En el imaginario de mis seres queridos, en este parque, en este lugar de la capital, se cometen diariamente los 327 delitos del código penal. Pero el miedo no podía detener mi entrenamiento. Eso sí, no me puse las calzas de corredor, por las dudas. Llegué y me encontré con un parque en perfectas condiciones. Algunas madres paseaban con sus niños, gente grande paseaba a sus perros y más de un corredor aprovechaba este espacio verde. Me crucé con un chino y con una persona con calzas y caramagnolas de cintura. Este entrena para el tetra, pensé. Empecé a correr más fuerte y me dejé perder por senderos que se adentraban en el parque. Y entonces apareció. Tuve que refregarme los ojos un par de veces. Allí, en el medio del parque y con una iglesia imponente como fondo, se alzaba una pista de atletismo en perfecto estado. Me acerqué buscando una puerta de entrada. Por una de las calles que bordea el parque encontré el acceso. Primero una placita impecable, luego un sector de ejercicios y un solarium y finalmente el acceso a la pista, tan pública como gratuita y cuidada. Bastó pisarla para sentir que mi entrenamiento ganaba en profesionalismo. Supe que iba a poder marcar tiempos, tomar parciales, hacer pasadas y mucho más. Sonreí. La ciudad me había sorprendido. Mi entrenamiento sería impecable. Luego de cuatro o cinco vueltas salí nuevamente al parque, en donde encontré, debajo de la misma autopista, un bar, el centro cultural Adan Buenosayres, un estacionamiento y un centro comunal. Llegué al departamento eufórico, transpirado y con bastante tranquilidad.
El jueves Olivia se enfermó y las obligaciones familiares y turísticas no me permitieron salir en dos días consecutivos. Con una ola de frío polar y mi sobrina también enferma la cosa se puso intensa. Viajes a la clínica, nebulizaciones, fiebres altas. En un día de mucha lluvia me tocó salir a correr. El Parque estaba desierto. La pista de atletismo, cerrada. Me adentré por senderos desolados. Me sentí más solo que cuando corro por la Laguna Rosales. Hacía frio y había viento. Al lado del centro cultural, debajo de la autopista, un grupo de indigentes se calentaba alrededor del fuego. Fue un momento particular, estar allí tan solo, entrenando, rodeado de millones de personas en una ciudad tan inmensa. Entonces vi que en el suelo había una marca que indicaba los metros: 100, 200, 300 y las siflas AAPCH. El sendero devino, repentinamente, en un prolijo circuito de 800 mts. Alentado por esta maravilla, le di cuatro vueltas al circuito, agradecido a la que supuse la Asociación de Amigos del Parque Chacabuco o a una suerte de mensaje cifrado con aires de trabalenguas: Atención el Archi Puede Chorearte. Sali del circuito, que se me ocurrió tan eterno como la Buenos Aires de Borges, y me encontré, así de sopetón, con un monumento que me causó mucha gracia. Allí, en una de las arterias del parque, un monumento de un puma. Y me acordé de aquel otro, de carne y hueso, que me acechó en el bosque nevado. Coincidencias de la vida, o elementos de una historia que se teje a fuerza de repeticiones y simbolismos.
Con el paso de los días la vida de ciudad se me fue infiltrando. Me encanta todo esto. Las grandes librerias, el teatro, el cine. En el Colón una versión de Don Giovanni, una de las grandes óperas de Mozart. Los fideos de Pippo con mi entrañable amigo el Tano, un bar de cervezas del mundo, un café con Luigi y mi hermana en el Tortoni, la cara de asombro de Male frente al Cabildo, la alegría de Oli en la plaza blanda del Museo de los Niños. En fin, una ciudad que palpita y que me emociona. Y entonces, queridos amigos, al Tetra los siento tan lejos... ¿yo voy a correr el Tetra? No lo puedo creer. Parece otra vida, otra persona. Una ficción, o acaso el sueño de un mono loco, que se yo. Mi vida de deportista está allá, en San Martín. Acá, en Buenos Aires, vuelvo a ser un bicho de ciudad, un ratón de biblioteca, un degustador de buenos vinos y alguien que, como diría Woody Allen, prefiere atrofiarse.
¿Podré recuperar el espiritu adecuado cuando llegue a San Martín?¿Me alcanzará el poco tiempo que queda para ponerme en estado nuevamente? ¿Será que el Archi gana la apuesta?
Que misteriosa es la vida. No digo que venía de lo mejor, pero había empezado a salir a remar, corría a buen ritmo, estaba andando fuerte en bicicleta y justo aparece este viaje. Interesante, inoportuno.
El viernes 9 y el sábado 10 me la pasé viajando. Recién el domingo 11, temprano, pude salir a correr. El día amaneció pesado y con lluvia y el lugar obligado para entrenar era la famosa vuelta al hipódromo de San Isidro. Tres cuadras separan la casa de mi madre de un lugar que me trajo muchos recuerdos. Corrí pensando en ellos. Pasé frente a los bomberos, en cuyo sótano se encuentra el Gimnasio de Cuki (¿o será Cookie?), lugar en donde pasé dos meses haciendo fierros, alentado por mi hermano el Yeti, que levantó pesas por más de dos años. La lluvía era tenue, me faltó el aire. Pasé calor. Por ser domingo la avenida Unidad Nacional estaba cerrada aunque prácticamente desierta. Supuse que la planicie me ayudaría y que correría a un muy buen ritmo. No fue así. Di la vuelta (supongo que unos 5 km,) en un poco más de 31 min. Y me volví a lo de mi vieja, en donde me esperaban para ir a almorzar a lo de mi hermano Quintus. Máximo aliado del Archienemigo, despejó sus dudas sobre el Tetra y mi participación en él. Me preguntó si este blog era totalmente ficticio o sólo en parte. Puso cara de sospecha cuando le confirmé que es estrictamente cierto todo lo que escribo. Y entonces me sirvió la cuarta copa de vino.
El lunes fue el día de arribo al departamento del Archi en Caballito. Para mi sorpresa el lugar parecía especialmente diseñado para un atleta de alta competencia. En la heladera sólo dos botellas de agua y en la segunda planta un gimnasio bien equipado. Sonreí y me emocioné. Un lindo gesto, pensé. Pero entre una cosa y otra enseguida se hizo la hora de ir a Ezeiza a buscar a la familia por lo que no entrené, pero tampoco me preocupó en demasía.
El martes hubo que pasear por Buenos Aires. Una ciudad en la que me siento a gusto. Aproveché la cercanía y llevé a mi hija Malena a que conociera la facultad en la que estudié, ubicada en Puan 440. Más allá de confirmar la innegable fealdad del edificio (Male estaba horrorizada) fue para mí todo un impacto. Fue entonces, pienso, cuando comenzó toda una serie de reflexiones que seguramente incidieron en mi entrenamiento ulterior. El día se fue inadvertidamente, y empecé a preocuparme.
El miercoles me levanté, desayuné y salí a correr. Había visto en el mapa que a pocas cuadras se encontraba el Parque Chacabuco, lugar al que me dirigí con bastante cautela. En el imaginario de mis seres queridos, en este parque, en este lugar de la capital, se cometen diariamente los 327 delitos del código penal. Pero el miedo no podía detener mi entrenamiento. Eso sí, no me puse las calzas de corredor, por las dudas. Llegué y me encontré con un parque en perfectas condiciones. Algunas madres paseaban con sus niños, gente grande paseaba a sus perros y más de un corredor aprovechaba este espacio verde. Me crucé con un chino y con una persona con calzas y caramagnolas de cintura. Este entrena para el tetra, pensé. Empecé a correr más fuerte y me dejé perder por senderos que se adentraban en el parque. Y entonces apareció. Tuve que refregarme los ojos un par de veces. Allí, en el medio del parque y con una iglesia imponente como fondo, se alzaba una pista de atletismo en perfecto estado. Me acerqué buscando una puerta de entrada. Por una de las calles que bordea el parque encontré el acceso. Primero una placita impecable, luego un sector de ejercicios y un solarium y finalmente el acceso a la pista, tan pública como gratuita y cuidada. Bastó pisarla para sentir que mi entrenamiento ganaba en profesionalismo. Supe que iba a poder marcar tiempos, tomar parciales, hacer pasadas y mucho más. Sonreí. La ciudad me había sorprendido. Mi entrenamiento sería impecable. Luego de cuatro o cinco vueltas salí nuevamente al parque, en donde encontré, debajo de la misma autopista, un bar, el centro cultural Adan Buenosayres, un estacionamiento y un centro comunal. Llegué al departamento eufórico, transpirado y con bastante tranquilidad.
El jueves Olivia se enfermó y las obligaciones familiares y turísticas no me permitieron salir en dos días consecutivos. Con una ola de frío polar y mi sobrina también enferma la cosa se puso intensa. Viajes a la clínica, nebulizaciones, fiebres altas. En un día de mucha lluvia me tocó salir a correr. El Parque estaba desierto. La pista de atletismo, cerrada. Me adentré por senderos desolados. Me sentí más solo que cuando corro por la Laguna Rosales. Hacía frio y había viento. Al lado del centro cultural, debajo de la autopista, un grupo de indigentes se calentaba alrededor del fuego. Fue un momento particular, estar allí tan solo, entrenando, rodeado de millones de personas en una ciudad tan inmensa. Entonces vi que en el suelo había una marca que indicaba los metros: 100, 200, 300 y las siflas AAPCH. El sendero devino, repentinamente, en un prolijo circuito de 800 mts. Alentado por esta maravilla, le di cuatro vueltas al circuito, agradecido a la que supuse la Asociación de Amigos del Parque Chacabuco o a una suerte de mensaje cifrado con aires de trabalenguas: Atención el Archi Puede Chorearte. Sali del circuito, que se me ocurrió tan eterno como la Buenos Aires de Borges, y me encontré, así de sopetón, con un monumento que me causó mucha gracia. Allí, en una de las arterias del parque, un monumento de un puma. Y me acordé de aquel otro, de carne y hueso, que me acechó en el bosque nevado. Coincidencias de la vida, o elementos de una historia que se teje a fuerza de repeticiones y simbolismos.
Con el paso de los días la vida de ciudad se me fue infiltrando. Me encanta todo esto. Las grandes librerias, el teatro, el cine. En el Colón una versión de Don Giovanni, una de las grandes óperas de Mozart. Los fideos de Pippo con mi entrañable amigo el Tano, un bar de cervezas del mundo, un café con Luigi y mi hermana en el Tortoni, la cara de asombro de Male frente al Cabildo, la alegría de Oli en la plaza blanda del Museo de los Niños. En fin, una ciudad que palpita y que me emociona. Y entonces, queridos amigos, al Tetra los siento tan lejos... ¿yo voy a correr el Tetra? No lo puedo creer. Parece otra vida, otra persona. Una ficción, o acaso el sueño de un mono loco, que se yo. Mi vida de deportista está allá, en San Martín. Acá, en Buenos Aires, vuelvo a ser un bicho de ciudad, un ratón de biblioteca, un degustador de buenos vinos y alguien que, como diría Woody Allen, prefiere atrofiarse.
¿Podré recuperar el espiritu adecuado cuando llegue a San Martín?¿Me alcanzará el poco tiempo que queda para ponerme en estado nuevamente? ¿Será que el Archi gana la apuesta?
Que misteriosa es la vida. No digo que venía de lo mejor, pero había empezado a salir a remar, corría a buen ritmo, estaba andando fuerte en bicicleta y justo aparece este viaje. Interesante, inoportuno.
miércoles, 7 de julio de 2010
50 días
Nevada intensa, luto y una copa de vino tinto. Mis condolencias a los familiares y amigos de la Intendente Luz Sapag y de las otras dos personas fallecidas en el fatal accidente. La Muerte, después de tantos siglos, aún nos agarra por sorpresa.
Todo lo demás, acaso poco importe.
Todos los días muere alguien.
Quizás mañana nos toque a nosotros.
Que la Muerte nos encuentre felices.
Todo lo demás, acaso poco importe.
Todos los días muere alguien.
Quizás mañana nos toque a nosotros.
Que la Muerte nos encuentre felices.
lunes, 5 de julio de 2010
Pedalear en la nieve
Ayer fue un domingo de ensueño. Dormimos hasta tarde, desayunamos tostadas viendo nevar, nos volvimos a acostar, vimos con Male la última película de Tim Burton, salimos a tomar unos mates con amigos a lo del Dicky Powell (seguía nevando), y cenamos perros calientes con papas fritas. Todo redondo, porque encima me tocaba descanso.
Hoy amanecimos con todo cubierto de nieve más la helada. Bajar a Male hasta el colegio ya fue toda una odisea. Sin siquiera pensarlo, me puse las calzas, me abrigué a mi poco ortodoxo estilo, y salí a pedalear en la nieve. El hielo crugía debajo de las cubiertas de la bici. Lamenté no tener cadena líquida. Encaré hacia el Lolog por una ruta cubierta de blanco. El aire congelado no me molestó. Un cielo gris que por momentos se abría dejaba entrever un amanecer apacible, con esa quietud que tiene el invierno. Me gustó estar pedaleando, tan temprano y con tanto frío. Cuando encaré la recta que lleva al lago el cielo se ennegreció y comenzó una pequeña nevadita. Le di duro hasta llegar al puente que cruza el Quilquihue, en donde la nevada era aún más intensa. Habían pasado apenas 27 minutos. Pegué la vuelta y la bajada se me hizo divertida, mientras observaba las montañas nevadas y el cielo que aclaraba a cada metro. Pensé que en una semana no voy a estar aquí, entre la nieve y las montañas, arriba de la bicicleta, sino en pleno centro de Buenos Aires. Y tengo ganas. De muy temprana edad aprendí a querer a Buenos Aires, ciudad de la que me enamoré al observarla con ojos de extranjero (los de Adriana). Se me ocurrió que la vuelta estaba siendo demasiado corta. ¿Para dónde iba a enfilar si ya estaba de regreso? Y cuando pasé por la entrada de la Rosales, encaré hacia la laguna. Ni bien crucé la tranquera me di cuenta que no sería un trayecto fácil. El camino estaba cubierto de nieve, sin ninguna huella. Nadie había pasado por allí. Pedaleando en nieve cada vez más profunda me pareció divertida la idea de despedirme de un lugar al que quiero tanto. La cosa se puso pesada y agreste. La falta de huella le daba al lugar un aspecto tanto más salvaje, virgen, solitario. Me entretuve mirando las huellas de animales registradas en la nieve. Supuse liebres, conejos, adiviné un zorro y hasta creí interpretar un ciervo (¿tienen tres dedos?). Fue entonces cuando las vi. Unas hullas grandes y profundas llamaron mi atención. En lo primero que pensé fue en un oso. Deseché la idea porque, según creo, en estas zona no hay osos. Un puma, o algún felino grande similar, sin dudas. La idea no me agradó. Seguí pedaleando por un camino que cada vez acumulaba más nieve. Lamenté no tener una cámara de fotos, porque el bosque me estaba hipnotizando. Me sentí solo. Estaba solo. Y me dio temor. Un puma rondaba la zona y yo estaba allí, vestidito de ciclista, esperando para ser su presa. Empecé a diseñar estrategias de fuga. A esta altura la nieve era profunda y yo hacía un gran esfuerzo para avanzar. No podría conseguir jamás la velocidad necesaria para huir a la carrera. Empezó a nevar de vuelta. Una parte de mí quería llegar hasta la laguna, otra insistía en pegar la vuelta. Pedalear en nieve se parece, creo, a pedalear en arena, sólo que más resbaladiza. Abrir la huella no dejaba de ser interesante, pero empecé a cansarme. Y entonces llegó la señal que estaba esperando. En medio del camino, un manchón de sangre, con gotas salpicadas furiosamente. Observar la sangre roja en la nieve me puso tenso. Bajé de la bici, observé las huellas e imaginé la escena: el animal de presa habría alcanzado su víctima, que ya no correteará más por estos bosques. Los pies se me congelaron. Necesitaba ir al baño por lo que me arrime a una de las orillas del camino. Mientras veía derretirse la nieve me acordé de las palabras dichas por un anciano desconocido en las montañas venezolanas. Estabamos con Adri y una amiga pasando unos días en un concuco en Choroní. Habíamos bajado a una fiesta religiosa en un caserío cercano y luego de ciertos bailes y varios miches teníamos que subir en la oscuridad hasta la casa de bareque de nuestra amiga. Fue entonces cuando el anciano nos dijo: "Si van a subir a esta hora, tengan cuidado con los tigres. Ellos huelen el orín de las mujeres embarazadas y las acechan hasta arrancarles al niño de su vientre". Adri casi se pone a llorar, pero no nos quedaba otra que subir por la montaña. No fue el baño en el resto de nuestra estadía. Y allí estaba yo, dejando mi olor en la nieve, dándole pistas a un animal cebado por la sangre y seguramente hambriento. Es cierto que no estoy embarazado, pero eso no evitó imaginar mi cuerpo desgarrado en la nieve, más roja de lo que ahora estaba. Me subí a la bici, lamenté la suerte de aquella liebre y comencé mi regreso. De la Laguna me despediría otro día. ¡Qué lugar! Pedalié furiosamente por el camino nevado y agradecí estar de regreso en la civilización. La nevada persistente me acompañó hasta llegar a casa. Entender que en cualquier momento podemos ser devorados por un animal más grande hizo que recuperara cierto instinto que seguramente no me va venir mal para la carrera. Huir para sobrevivir hace que bajemos cualquier cronómetro.
Distancia: unos 2o kiómetros
Tiempo: 1h 20m.
Hoy amanecimos con todo cubierto de nieve más la helada. Bajar a Male hasta el colegio ya fue toda una odisea. Sin siquiera pensarlo, me puse las calzas, me abrigué a mi poco ortodoxo estilo, y salí a pedalear en la nieve. El hielo crugía debajo de las cubiertas de la bici. Lamenté no tener cadena líquida. Encaré hacia el Lolog por una ruta cubierta de blanco. El aire congelado no me molestó. Un cielo gris que por momentos se abría dejaba entrever un amanecer apacible, con esa quietud que tiene el invierno. Me gustó estar pedaleando, tan temprano y con tanto frío. Cuando encaré la recta que lleva al lago el cielo se ennegreció y comenzó una pequeña nevadita. Le di duro hasta llegar al puente que cruza el Quilquihue, en donde la nevada era aún más intensa. Habían pasado apenas 27 minutos. Pegué la vuelta y la bajada se me hizo divertida, mientras observaba las montañas nevadas y el cielo que aclaraba a cada metro. Pensé que en una semana no voy a estar aquí, entre la nieve y las montañas, arriba de la bicicleta, sino en pleno centro de Buenos Aires. Y tengo ganas. De muy temprana edad aprendí a querer a Buenos Aires, ciudad de la que me enamoré al observarla con ojos de extranjero (los de Adriana). Se me ocurrió que la vuelta estaba siendo demasiado corta. ¿Para dónde iba a enfilar si ya estaba de regreso? Y cuando pasé por la entrada de la Rosales, encaré hacia la laguna. Ni bien crucé la tranquera me di cuenta que no sería un trayecto fácil. El camino estaba cubierto de nieve, sin ninguna huella. Nadie había pasado por allí. Pedaleando en nieve cada vez más profunda me pareció divertida la idea de despedirme de un lugar al que quiero tanto. La cosa se puso pesada y agreste. La falta de huella le daba al lugar un aspecto tanto más salvaje, virgen, solitario. Me entretuve mirando las huellas de animales registradas en la nieve. Supuse liebres, conejos, adiviné un zorro y hasta creí interpretar un ciervo (¿tienen tres dedos?). Fue entonces cuando las vi. Unas hullas grandes y profundas llamaron mi atención. En lo primero que pensé fue en un oso. Deseché la idea porque, según creo, en estas zona no hay osos. Un puma, o algún felino grande similar, sin dudas. La idea no me agradó. Seguí pedaleando por un camino que cada vez acumulaba más nieve. Lamenté no tener una cámara de fotos, porque el bosque me estaba hipnotizando. Me sentí solo. Estaba solo. Y me dio temor. Un puma rondaba la zona y yo estaba allí, vestidito de ciclista, esperando para ser su presa. Empecé a diseñar estrategias de fuga. A esta altura la nieve era profunda y yo hacía un gran esfuerzo para avanzar. No podría conseguir jamás la velocidad necesaria para huir a la carrera. Empezó a nevar de vuelta. Una parte de mí quería llegar hasta la laguna, otra insistía en pegar la vuelta. Pedalear en nieve se parece, creo, a pedalear en arena, sólo que más resbaladiza. Abrir la huella no dejaba de ser interesante, pero empecé a cansarme. Y entonces llegó la señal que estaba esperando. En medio del camino, un manchón de sangre, con gotas salpicadas furiosamente. Observar la sangre roja en la nieve me puso tenso. Bajé de la bici, observé las huellas e imaginé la escena: el animal de presa habría alcanzado su víctima, que ya no correteará más por estos bosques. Los pies se me congelaron. Necesitaba ir al baño por lo que me arrime a una de las orillas del camino. Mientras veía derretirse la nieve me acordé de las palabras dichas por un anciano desconocido en las montañas venezolanas. Estabamos con Adri y una amiga pasando unos días en un concuco en Choroní. Habíamos bajado a una fiesta religiosa en un caserío cercano y luego de ciertos bailes y varios miches teníamos que subir en la oscuridad hasta la casa de bareque de nuestra amiga. Fue entonces cuando el anciano nos dijo: "Si van a subir a esta hora, tengan cuidado con los tigres. Ellos huelen el orín de las mujeres embarazadas y las acechan hasta arrancarles al niño de su vientre". Adri casi se pone a llorar, pero no nos quedaba otra que subir por la montaña. No fue el baño en el resto de nuestra estadía. Y allí estaba yo, dejando mi olor en la nieve, dándole pistas a un animal cebado por la sangre y seguramente hambriento. Es cierto que no estoy embarazado, pero eso no evitó imaginar mi cuerpo desgarrado en la nieve, más roja de lo que ahora estaba. Me subí a la bici, lamenté la suerte de aquella liebre y comencé mi regreso. De la Laguna me despediría otro día. ¡Qué lugar! Pedalié furiosamente por el camino nevado y agradecí estar de regreso en la civilización. La nevada persistente me acompañó hasta llegar a casa. Entender que en cualquier momento podemos ser devorados por un animal más grande hizo que recuperara cierto instinto que seguramente no me va venir mal para la carrera. Huir para sobrevivir hace que bajemos cualquier cronómetro.
Distancia: unos 2o kiómetros
Tiempo: 1h 20m.
sábado, 3 de julio de 2010
Callate y seguí remando
Un sábado distinto a cualquier otro sábado. El partido en lo de mi entrenador. Y tantas cosas, en mi corazón y en mi mente. Y todo eso que no se puede explicar. Un sentimiento. Desde el vamos no quise mezclar una cosa con otra. Hoy no será la excepción. Pero comprenderán que todo tiene que ver con todo. Después de todo, es el 2010. Es decir, todo puede pasar.
Así las cosas, un tanto confundido, opté por salir a remar gracias a la insistencia de mi entrenador. El Dicky Powel me prestó el porta equipaje, cargamos el kayak, y me fui para el lago. Solo, como si supiera lo que estaba haciendo. Bajé el bote, lo metí al agua, me subí y me fui remando. Así nomás. Y a esperar otros cuatro años.
Lo que uno quiere, pensaba mientras remaba, es la ilusión. Que dure, que se mantenga. Lo que uno lamenta es lo que pudo haber sido y no fue. El lago estaba espléndido. Mucha gente remando, quizás para olvidar, quizás porque nunca se enteró. Cómo nos gustan las fábulas. Cómo nos gustan los heroes. Cómo nos gustan las grandes ficciones, las epopeyas. Cuán divertido puede ser. Pero no todos los cuentos tienen un buen final. Eso es lo que hace interesante la vida. Eso es lo que acerca y separa la realidad de la ficción. Porque la vida, aunque no siempre, sí puede tener un buen final. Puede ocurrir. Eso que soñamos, que nos ilusiona, puede ocurrir. Es posible. Pero no siempre pasa. Eso es lo que nos da pena, insisto. Lo que pudo haber pasado, pero no pasó. Qué lástima que nos da.
Fui y volví cerquita de la costa, estrenando mi chaleco de neoprene que, muy bonito él, casi no me dejaba respirar. Esta vez el cielo azul, el sol y la montaña no lograron deslumbrarme. Entendí que no basta con soñar o querer. También hay que lograr que las cosas pasen. Porque, todos lo sabemos, pueden no pasar. ¿Y que hace uno entonces? Pues bien, si uno no ha muerto, seguramente lo podrá volver a intentar. Esa es otra cosa linda de la vida. Siempre habrá una nueva oportunidad. Aunque cuatro años parezcan demasiados. Aunque duelan los hombros al remar. En esos casos, cuando las cosas no se pueden explicar, cuando empezar a debatir no tendría sentido, cuando las palabras sobran, en esos casos, me di cuenta, lo único que uno puede hacer, lo único sensato, es callarse. Callarse, y seguir remando.
Al volver a la rampa, grato encuentro con TMG que está entrando al agua con la disciplina y la alegría de siempre. Así, pensé, es como se mantiene la ilusión. Así, me di cuenta, es como se logra que lo que pudiera llegar a pasar, pase. Todos los días, cada día. Y no sólo cada cuatro años. Lapso que, en definitiva, no es nada. Se pasan volando. Ni te das cuenta y ya está: empezar a soñar otra vez.
Hace pocas entradas atrás casualmente escribí "¡gracias Dios!". Me voy a poner reiterativo: ¡gracias Diego!
Tiempo: 53 min. (que parecieron cuatro años).
Distancia: Hasta donde pude, y volví.
Así las cosas, un tanto confundido, opté por salir a remar gracias a la insistencia de mi entrenador. El Dicky Powel me prestó el porta equipaje, cargamos el kayak, y me fui para el lago. Solo, como si supiera lo que estaba haciendo. Bajé el bote, lo metí al agua, me subí y me fui remando. Así nomás. Y a esperar otros cuatro años.
Lo que uno quiere, pensaba mientras remaba, es la ilusión. Que dure, que se mantenga. Lo que uno lamenta es lo que pudo haber sido y no fue. El lago estaba espléndido. Mucha gente remando, quizás para olvidar, quizás porque nunca se enteró. Cómo nos gustan las fábulas. Cómo nos gustan los heroes. Cómo nos gustan las grandes ficciones, las epopeyas. Cuán divertido puede ser. Pero no todos los cuentos tienen un buen final. Eso es lo que hace interesante la vida. Eso es lo que acerca y separa la realidad de la ficción. Porque la vida, aunque no siempre, sí puede tener un buen final. Puede ocurrir. Eso que soñamos, que nos ilusiona, puede ocurrir. Es posible. Pero no siempre pasa. Eso es lo que nos da pena, insisto. Lo que pudo haber pasado, pero no pasó. Qué lástima que nos da.
Fui y volví cerquita de la costa, estrenando mi chaleco de neoprene que, muy bonito él, casi no me dejaba respirar. Esta vez el cielo azul, el sol y la montaña no lograron deslumbrarme. Entendí que no basta con soñar o querer. También hay que lograr que las cosas pasen. Porque, todos lo sabemos, pueden no pasar. ¿Y que hace uno entonces? Pues bien, si uno no ha muerto, seguramente lo podrá volver a intentar. Esa es otra cosa linda de la vida. Siempre habrá una nueva oportunidad. Aunque cuatro años parezcan demasiados. Aunque duelan los hombros al remar. En esos casos, cuando las cosas no se pueden explicar, cuando empezar a debatir no tendría sentido, cuando las palabras sobran, en esos casos, me di cuenta, lo único que uno puede hacer, lo único sensato, es callarse. Callarse, y seguir remando.
Al volver a la rampa, grato encuentro con TMG que está entrando al agua con la disciplina y la alegría de siempre. Así, pensé, es como se mantiene la ilusión. Así, me di cuenta, es como se logra que lo que pudiera llegar a pasar, pase. Todos los días, cada día. Y no sólo cada cuatro años. Lapso que, en definitiva, no es nada. Se pasan volando. Ni te das cuenta y ya está: empezar a soñar otra vez.
Hace pocas entradas atrás casualmente escribí "¡gracias Dios!". Me voy a poner reiterativo: ¡gracias Diego!
Tiempo: 53 min. (que parecieron cuatro años).
Distancia: Hasta donde pude, y volví.
jueves, 1 de julio de 2010
Un plan casi Perfecto
Ayer me desperté de la siesta sobresaltado. Comprendí, súbitamente, todo lo ocurrido. Y no pude más que admirar la astucia del Archienemigo. Qué pena que las mentes más brillantes se inclinen hacia el lado del mal. Sin embargo, creo haber descubierto su plan a tiempo. Quizás, queridos amigos, aún se pueda revertir la situación.
Vayamos por partes. Todos sabemos que el Archi confiaba plenamente en que yo no llegaba a las primeras tres semanas de entrenamiento. Así, en esos primeros días sólo se dedicó a hacer comentarios socarrones y maliciosos, livianamente divertidos. Sonreía frente a la pantalla en la certeza de su triunfo. Una vez terminado el primer mes, se acomodó en su butaca. Empezó a prestar más atención a los acontecimientos. Llegó la primer carrera, la North Face, en la que se inscribió en mi misma distancia para llevar adelante una acción cuasi terrorista en mi contra, en caso de que hubiera posibilidades de que yo terminara la carrera (todavía lo dudaba). Sus comentarios empezaron a ser más agudos, punzantes, desafiantes. Y el resultado de esa primer prueba tiró por la borda todas sus estrategias. Había corrido los 21k, había logrado sortear sus trampas (nunca me pudo alcanzar) y la gente comenzaba a envalentonarse. Fue entonces, sospecho yo, cuando comenzó a idear este, su plan maestro.
Dicen que inmediatamente después de la North Face mandó a instalar un cuartel central detrás de una falsa pared de su bodega subterranea. Se hizo traer alta tecnología y varios especialistas de diferentes ramas. Y empezó a tomar forma la nueva estrategia. Lo primero que le dijeron fue que la adeversidad era mi mayor fortaleza, y la fatiga, mi descanso y calma. Por lo tanto, de una situación negativa salía yo fortalecido. Sus comentarios más que desalentarme, me daban fuerzas. Así, lo que tendría que lograr en la siguiente carrera no era una derrota aplastante, o el abandono, no. "En esta carrera", habrá dicho el psicólogo deportivo por él contratado, "el muchacho tiene que hacer podio. Esa es la mejor manera de debilitarlo". Asi las cosas, sólo tuvo que poner a funcionar su plan. Primero, manda a traer a mi hermano, quién me hace creer que está super entrenado y me muestra sus 10 kilos menos. Cubre de nieve el circuito de la carrera, para que se vea más temerario. Y de alguna manera convence a los organizadores para que, sea cual sea mi posición de llegada, me otorgen el tercer puesto. Para evitar mis sospechas, claro, manda al Yeti a llegar por lo menos diez minutos atrás mío. Y así se hace. Y yo levanto el trofeo de lo más feliz y empiezo a padecer el "Efecto Podio". El lunes no entrené, descanso casi obligado. El martes tampoco, porque hubo viento. El miércoles, siesta, si llegué de tercero es que vengo bien... pero ahí me doy cuenta de todo. Y encuentro, casi por casualidad, la confirmación de mis sospechas. Entro al diario digital La Voz de los Andes y descubro que... ¡No salí tercero! Sólo tedrán que leer la nota haciendo click aqui, para corroborar mis palabras.
De alguna manera logró hacerme creer que estoy bien preparado. Que puedo ser tercero en la Maratón de Invierno. Con esa confianza, ese exceso de seguridad en mi mismo, me manda a Buenos Aires, dos semanas sin entrenar y plagado de placeres y tentaciones. Al volver, más gordo, menos entrenado, me quedan solo cuatro semanas para prepararme, estando ya psicológica y físicamente derrumbado. Sólo tiene que esperar el día de la carrera y disfrutar mi fracaso. Luego, a brindar con un wishky y a desmantelar con una sonrisa el cuartel central...
¡¡¡PERO NO!!!
Por suerte he develado el misterio. He podido sacarle la máscara al dueño del parque de diversiones. Y ahora, con lluvia y frío, salgo a pedalear, sabiendo que es muchísimo lo que me falta para estar listo para el Tetra. Entrenar, entrenar y entrenar. Todos los días. Sin descanso. Archi, ya podés hechar al equipo de especialistas que contrataste. Una vez más, tu plan ha fracasado...
Vayamos por partes. Todos sabemos que el Archi confiaba plenamente en que yo no llegaba a las primeras tres semanas de entrenamiento. Así, en esos primeros días sólo se dedicó a hacer comentarios socarrones y maliciosos, livianamente divertidos. Sonreía frente a la pantalla en la certeza de su triunfo. Una vez terminado el primer mes, se acomodó en su butaca. Empezó a prestar más atención a los acontecimientos. Llegó la primer carrera, la North Face, en la que se inscribió en mi misma distancia para llevar adelante una acción cuasi terrorista en mi contra, en caso de que hubiera posibilidades de que yo terminara la carrera (todavía lo dudaba). Sus comentarios empezaron a ser más agudos, punzantes, desafiantes. Y el resultado de esa primer prueba tiró por la borda todas sus estrategias. Había corrido los 21k, había logrado sortear sus trampas (nunca me pudo alcanzar) y la gente comenzaba a envalentonarse. Fue entonces, sospecho yo, cuando comenzó a idear este, su plan maestro.
Dicen que inmediatamente después de la North Face mandó a instalar un cuartel central detrás de una falsa pared de su bodega subterranea. Se hizo traer alta tecnología y varios especialistas de diferentes ramas. Y empezó a tomar forma la nueva estrategia. Lo primero que le dijeron fue que la adeversidad era mi mayor fortaleza, y la fatiga, mi descanso y calma. Por lo tanto, de una situación negativa salía yo fortalecido. Sus comentarios más que desalentarme, me daban fuerzas. Así, lo que tendría que lograr en la siguiente carrera no era una derrota aplastante, o el abandono, no. "En esta carrera", habrá dicho el psicólogo deportivo por él contratado, "el muchacho tiene que hacer podio. Esa es la mejor manera de debilitarlo". Asi las cosas, sólo tuvo que poner a funcionar su plan. Primero, manda a traer a mi hermano, quién me hace creer que está super entrenado y me muestra sus 10 kilos menos. Cubre de nieve el circuito de la carrera, para que se vea más temerario. Y de alguna manera convence a los organizadores para que, sea cual sea mi posición de llegada, me otorgen el tercer puesto. Para evitar mis sospechas, claro, manda al Yeti a llegar por lo menos diez minutos atrás mío. Y así se hace. Y yo levanto el trofeo de lo más feliz y empiezo a padecer el "Efecto Podio". El lunes no entrené, descanso casi obligado. El martes tampoco, porque hubo viento. El miércoles, siesta, si llegué de tercero es que vengo bien... pero ahí me doy cuenta de todo. Y encuentro, casi por casualidad, la confirmación de mis sospechas. Entro al diario digital La Voz de los Andes y descubro que... ¡No salí tercero! Sólo tedrán que leer la nota haciendo click aqui, para corroborar mis palabras.
De alguna manera logró hacerme creer que estoy bien preparado. Que puedo ser tercero en la Maratón de Invierno. Con esa confianza, ese exceso de seguridad en mi mismo, me manda a Buenos Aires, dos semanas sin entrenar y plagado de placeres y tentaciones. Al volver, más gordo, menos entrenado, me quedan solo cuatro semanas para prepararme, estando ya psicológica y físicamente derrumbado. Sólo tiene que esperar el día de la carrera y disfrutar mi fracaso. Luego, a brindar con un wishky y a desmantelar con una sonrisa el cuartel central...
¡¡¡PERO NO!!!
Por suerte he develado el misterio. He podido sacarle la máscara al dueño del parque de diversiones. Y ahora, con lluvia y frío, salgo a pedalear, sabiendo que es muchísimo lo que me falta para estar listo para el Tetra. Entrenar, entrenar y entrenar. Todos los días. Sin descanso. Archi, ya podés hechar al equipo de especialistas que contrataste. Una vez más, tu plan ha fracasado...
Suscribirse a:
Entradas (Atom)